domingo, 30 de junio de 2013

La batalla semántica II

Según la R.A.E., emprender es “acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro”. Sin embargo, en la mitología liberal imperante, el término “emprendedor” viene a sustituir, o a blanquear, al de “empresario”, término que en una de sus acepciones de la R.A.E. es definido como “patrono, persona que emplea obreros”. En manos del poder, el lenguaje no es sino otro más de sus instrumentos de dominación, y las palabras no sirven para señalar las cosas, sino para ocultarlas. El término “emprendedor” tiene, casi por definición, un cariz positivo, posee incluso un componente romántico. Se emprende un viaje, una aventura, una relación amorosa. El concepto “empresario”, por su parte, encierra explícitamente una relación social: él es quien se beneficia del trabajo ajeno. En la semántica ultraliberal actual ha desaparecido incluso el término “patrón” que, por ejemplo, los franceses continúan empleando, y que tiene, por la fuerza de las circunstancias, un sentido marcadamente negativo. Que los empresarios ya no sean llamados como tales, sino como “emprendedores”, pretende ocultar, precisamente, el hecho de que se apropien del trabajo ajeno, es decir, lo que se pretende es ocultar el hecho de la explotación.
En un artículo aparecido ayer en El Diario, el periodista Daniel Fuentes Castro informaba de que, entre los años 2008 y 2012, en España, las sociedades no financieras incrementaron su renta empresarial un 67%, al mismo tiempo que reducían su masa salarial un 12%. Esto es, que mientras aumentaron en 75.000 millones de euros sus beneficios, redujeron el salario de sus empleados en 42.000 millones.
Por otra parte, el 18 de junio pasado, el vicepresidente de la CEOE, José de la Cavada, declaró a la prensa que le parecía excesivo que se concediesen cuatro días de permiso a los empleados por fallecimiento de un familiar. Este señor, por cierto, había sido condenado en 2010 por trato humillante contra nueve de sus once subordinados en el departamento de relaciones laborales de la patronal, evidenciando el concepto de “relaciones laborales” que tienen tanto él como sus acólitos. Cada vez que un miembro de la patronal abre la boca le sale la alimaña que lleva dentro, y echa atrás todo el inmenso trabajo propagandístico de periodistas, responsables de planes de estudios, políticos y publicistas en blanquearlos tomándolos como “emprendedores”.
Sin embargo, los grandes empresarios (“empresaurios” en el imaginario popular, que es tozudo), no necesitan ser innovadores, porque tienen detrás el apoyo del aparato del Estado y de la banca, con los que forman un todo orgánico. En el fondo, el término “emprendedor” no va a dirigido a ellos, sino que es el fiel compañero de la destrucción sin precedentes de los derechos que hasta ahora habían gozado los trabajadores. Una vez despojados de estos derechos, se incita a éstos a formar parte de un mercado cada vez más volátil e inestable, no ya como empleados de otros, sino como “sus propios jefes”. Esto es, que donde antes, mal que bien, había una seguridad social, un sueldo fijo y unas vacaciones pagadas, ahora hay un tener que hacerse cargo de todo, ya no sólo del trabajo propiamente dicho, sino además de unas facturas, una cuota a la seguridad social, un temor a no tener suficiente carga de trabajo, y un no tener horario de salida si en determinados momentos esa carga aumenta, es decir, donde antes había un trabajador con ciertos derechos, ahora hay un autónomo (en griego, “aquél que se vale por sí mismo”). Y ese valerse por sí mismo lo es dentro de un mercado completamente atomizado, donde en medio de la lucha de todos contra todos rigen la inestabilidad y la inseguridad. Así, por ejemplo, en 2012 se crearon en este país 87.066 empresas mercantiles, un 2,7% más que el año anterior, y se cerraron 22.568, lo que supuso un incremento del 14,7% con respecto a 2011. Por otro lado, el capital medio suscrito por las nuevas sociedades descendió en un 65,4%, pasando de la media de de 252.148 euros en 2011 a los 87.167 del año siguiente.
La incitación a montar un negocio por parte de las autoridades tiene un doble cariz. Por un lado, supone al Estado y a la oligarquía económica dirigente prescindir de relaciones laborales “costosas”, es decir, con derechos, y ahonda la brecha social: para los grandes empresarios y los banqueros, el apoyo del Estado, para la gran mayoría social, el esfuerzo sin límites y la precariedad. No deja de resultar insolente la prédica del sacrificio y el trabajo por parte de aquéllos que no lo han practicado nunca.
Por otro lado, implica llevar a cabo hasta el extremo su sueño liberal, pues ese “búscate la vida” al que se incita supone la resurrección del viejo darwinismo social, siempre latente, sin embargo, en el capitalismo como su componente ideológico sustancial, según el cual toda la responsabilidad habría de recaer sobre el individuo, y toda su fortuna o su fracaso serían exclusivamente culpa suya, de su buen o mal hacer. Para el liberalismo no existen las circunstancias, ni las estructuras sociales sobre las cuales las vidas de las personas se asientan. Para el poder, se trata de un arma ideológica perfecta, al desviar las responsabilidades últimas de los que toman realmente las decisiones a las víctimas de éstas. El mensaje es muy sencillo: en medio del caos, la culpa la tienes TÚ, y nadie más que TÚ. Es por eso que, junto a la mitología del emprendedor, se desarrolla la pseudopsicología del “pensamiento positivo”, en cuyo idealismo infantil pretende reducir todo problema al hecho de "ser siempre lo bastante optimista”, pero cuyo reverso macabro son las enfermedades derivadas de la precariedad y la inestabilidad: las ansiedades y depresiones varias, que también se han multiplicado.
Aún así, se acusa a los españoles de ser poco emprendedores, a pesar de que, una vez más, centenares de miles emprenden el camino a una vida mejor en el extranjero, y eso es quizás porque no terminamos de pasar por el aro. Pero con sólo echar un ojo a nuestra historia podríamos demostrar fácilmente lo contrario. Considerar al país que dio al mundo a Cristóbal Colón, Hernán Cortés, o Magallanes y Elcano ("tierra de conquistadores, no nos quedan más cojones" cantaban con gran acierto los Extremoduro) como poco emprendedor sólo demuestra estrechez de miras. Sin embargo, yo me quedo con el que, pienso, es el más representativo de todos: Lázaro de Tormes. La sociedad caníbal y despiadada que reflejan sus páginas es el reflejo de allí donde nuestros gobernantes pretenden llevarnos.
Pero a pesar de todo, desde estas modestas páginas, yo incito a emprender. A emprender la lucha contra los que quieren arruinar nuestras condiciones de vida, a emprender la resistencia contra este modelo económico y social que nos conduce al abismo. Los últimos años lo han sido de derrotas y barbarie, pero también han abierto una rendija, pequeña aún, pero a través de ella parecen brotar los sueños. Se han emprendido proyectos estrambóticos, nuevas editoriales, periódicos nuevos, movilizaciones extraordinarias, asociaciones culturales, políticas y sociales, y se han tejido nuevos lazos. Incito, por tanto, a no quedarse quieto, a no quedarse solo, a emprender, a organizarse, a luchar.

sábado, 29 de junio de 2013

La batalla semántica

Todo proceso histórico viene acompañado de tensiones y enfrentamientos. Por su propia naturaleza, las sociedades históricas llevan la contradicción en su seno, y con ella, el germen de su propia destrucción. Los múltiples combates derivados de tales tensiones se muestran en todos los niveles de la realidad, estableciendo relaciones entre sí, a veces de manera confusa, otras, de forma más palmaria. Y en ese enfrentamiento general existen siempre diversas posiciones ideológicas que expresan intereses sociales, económicos y políticos distintos, que a su vez conllevan concepciones diferentes del mundo y de cómo debería organizarse la sociedad en virtud de dichos intereses. Por último, existe también una batalla semántica, en tanto que el lenguaje nunca es neutral, sino que sus juegos obedecen siempre a relaciones de fuerza, y dado también que el significado de las palabras refleja también la concepción del mundo de aquéllos que poseen el poder para modificarlo e imponerlo a los demás.
De esta manera, así como Louis Althusser nos mostró que el ámbito de los filósofos dentro del combate sería el plano teórico, el de los escritores, hoy en día más que nunca, habrá de ser el plano semántico.
Dicho de otra forma: el compromiso de los escritores que entiendan su obra como una pequeña contribución a la tarea más general de la emancipación de los desposeídos frente a la guerra, la explotación y la barbarie, ha de pasar, aquí y ahora, por un desenmascaramiento del lenguaje del poder y, sobre todo, por una recuperación de la palabra como ámbito de desvelamiento liberador.
Y una de las palabras alrededor de las cuales, aquí y ahora, el poder oligárquico articula en nuestro país su discurso legitimador, y sus medios de persuasión repiten ad nauseam, es la de “emprendedor”.
La mitología liberal ha elevado la categoría del “empresario” o el “emprendedor” (en francés, por ejemplo, ambas palabras corresponden a una sola, entrepreneur), al status de semidiós alrededor del cual bascula el progreso económico. Él sería la parte activa de la economía, y el trabajador su contrapeso pasivo. Es el caso, por ejemplo, de Joseph Schumpeter, quien, en una suerte de darwinismo social, entendería el carácter positivo de las crisis en tanto que servirían a la economía para soltar lastre, dejando atrás a las empresas menos innovadoras, y permitiendo a las más avanzadas alcanzar mayor cuota de mercado. En esta visión idílica del libre mercado no existe jamás mención alguna a la explotación del trabajo ajeno, ni a la tendencia natural del capitalismo a la inestabilidad y los oligopolios. Sorprende que, a pesar de que a la luz de los acontecimientos históricos las tesis schumpeterianas se han demostrado falaces, hoy en día aparecen por doquier.
Como pequeño apunte histórico, añadir que, por ejemplo, la gran crisis económica de los años 30 no se superó gracias a los “innovadores”, sino a las grandes posibilidades que generó la reconstrucción de Europa tras la devastación producida por la II Guerra Mundial y a la decidida intervención del Estado en la economía para, precisamente, poner límites al libre mercado, lo que posibilitó en Occidente una situación de bienestar material inédita hasta entonces, y que no se ha vuelto a repetir.
Así, el capitalismo actual reconoce como sus héroes a personajes como Bill Gates y Steve Jobs, si bien el discurso liberal incide en su capacidad innovadora, que está fuera de toda duda, pero olvida aspectos fundamentales en su acceso hasta el Olimpo de los negocios, como son sus prácticas monopolísticas, la externalización de sus fábricas a China, donde sus trabajadores sufren condiciones laborales infrahumanas, y sus relaciones orgánicas con los gobiernos y el capital financiero, sin las cuales sus imperios no hubieran sido posibles.
Existen sectores donde la innovación es espectacular, pero no merecen la misma atención que en el caso de la informática, ni en el imaginario colectivo ni en la economía. Uno sería el de las energías renovables, que en nuestro país, por ejemplo, está sufriendo una desinversión importante. Otro, el de la biología, cuyos avances, más silenciosos pero sin duda más relevantes, no despiertan sin embargo el mismo interés de inversores y especuladores, aunque sus consecuencias podrían ser infinitamente más beneficiosas para el ser humano, en tanto que capaces de curar infinidad de enfermedades. ¿Por qué no es así? Por una cuestión muy evidente: el motor de la economía, dentro de un modelo capitalista, no es la innovación, sino el beneficio, cuanto mayor y más inmediato, mejor.
A pesar de ello, esta especie de neoschumpeterianismo que nos invade, y que se muestra como una verdad irrefutable, pretende hacernos creer, de forma machacona y constante, que el motor de la economía actual está en la innovación, cuando realmente lo que caracteriza a nuestra época es la preeminencia brutal del capital especulativo sobre el productivo, tendencia que provoca que la economía capitalista acumule burbuja tras burbuja. Y mientras tanto, por todas partes se nos incita a que “emprendamos”, a que “seamos nuestros propios jefes”, a que “innovemos”. ¿A qué se debe este discurso omnipresente, que cuenta ya incluso con una asignatura en la educación obligatoria?
Intentaremos analizarlo en el siguiente artículo.